Tranquil@s, no
voy a ponerme a disertar sobre las cifras despampanantes que se barajan al
respecto (solo de pensar en esas indefensas mujeres me entran los siete males),
ni tampoco voy a despotricar contra el macho emocionalmente débil. Me mueven
otras razones y seguiré otros derroteros. Mi niña de dos años y medio me
corrigió el otro día cuando solté una frase de lo más banal: “estamos
contentos”. Me miró sorprendida y rectificó el tiro: “¡estamos contentas!”. Le
expliqué que había incluido a su papá y que, por tanto, “contentos” era la
opción correcta.
No pude, ni
quise, esquivar la pregunta fatídica: “¿y por qué?”. Dos alternativas se
ofrecieron a mí. La primera, explicar a mi hija las declinaciones y
concordancias, la segunda, por la que opté, darle la razón. No veía cómo podría
hacerla entrar en razones. ¡Vaya razones! Me era imposible justificar aquella
regla gramatical tan subjetiva como ofensiva que venimos arrastrando como una
cruz desde el Siglo de las Luces en que algunos caballeros pensantes decidieron
unilateralmente que el masculino debía predominar. Aquellos varones arguyeron
que había que poner orden. En lugar de encomendar tamaña hacienda a las
mujeres, siempre serviles y excelentes organizadoras, no se les ocurrió nada
mejor que sacar plumeros, escobas y mochos (¡esos tal vez no, aún no se habían
inventado!). Pusieron manos a la obra y, en un plis-plas, dejaron a las lenguas
indoeuropeas huérfanas de madre.
Frente a la
inhabitual condescendencia de la Edad Media por el estatus del género -en que
las concordancias eran benévolas con las damas y se declinaban los adjetivos de
acuerdo con el género del sustantivo más cercano- se fue abriendo camino otra
perspectiva mucho más descortés (¡y eso a pesar de que lo cortés no quita lo
valiente!). El dictamen fue casualmente valiente por grosero: “siempre predominará
el masculino”. Así fue como el hombre renacentista asentó su condición varonil.
De este modo, el género masculino se convirtió en lo que comúnmente se llama
“forma inclusiva” conquistando una vez más territorios femeninos. No había
marcha atrás, el destino de la mujer estaba sellado. La figura de la fémina
amordazada por el seudo-progresismo -del que hicieron gala aquellos hombres
galantes iluminados- se entumeció un poco más.
Finalmente me
decidí a contarle a mi hija que, en China, si bien el género no se impuso en la
lengua, los hombres esposaron a sus concubinas con ataduras físicas que
sufrieron en sus propias carnes. Imperaban costumbres estéticas sanguinarias:
estaba de moda tener pies diminutos. (No supe decirle que el erotismo empezaba
por los pies). Los letrados chinos no tuvieron mejor idea que vendar los dedos
(previamente retorcidos) de los pies de sus guapísimas amantes. Para ser bella
hay que sufrir… Seguí atando cabos y se me ocurrió que los tacones también son
una forma de reprimir las veleidades femeninas y conferir a todo movimiento un
aire de coqueteo. ¿Los culpables? Los franceses fascinados por la estética de
los tacos inventados por los persas en el siglo XII para dar mayor soporte a
los jinetes. Más imágenes de sumisión agolparon mi mente enfrascada: objetos de
capitulación tales como el corsé, el sostén, la faldita de las tenistas, la
minifalda que nos obliga a tomar poses absurdos. ¿Emancipación de la mujer? Se
me ocurre, en contrapartida, una sola prenda masculina de vejación: la corbata.
Aunque para nuestros queridos compañeros es símbolo fálico y, como tal,
intocable.
No creo que mi
hija lo entendiera todo, pero creo que cumplí con mi deber de madre…
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